
Todo hombre busca el sentido de su vida, surgida de la nostalgia de la verdad absoluta. El deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre[1]; las preguntas existenciales que se hace todo ser humano están marcadas por su infinito anhelo de felicidad. Este anhelo es un sello plasmado por Dios en el corazón humano, de esta forma Dios que sale al encuentro de su creatura para que alcance su plena felicidad en Él, que es el único capaz de satisfacer este anhelo por la verdad.
La luz del rostro de Dios resplandece con toda su belleza en el rostro de Jesucristo[2], Él es la Verdad hecha Persona, modelo del ser humano pleno y paradigmático[3], que atrae hacia sí al mundo. El Señor Jesús es la encarnación más perfecta de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas y el Sermón de la Montaña son la expresión de la perfección moral más alta a la que puede aspirar un ser humano. Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad[4] enseñándonos que la verdadera felicidad reside en Dios, fuente de amor infinito. Sin embargo, para cumplir los mandamientos plenamente y llegar a la meta de la bienaventuranza se necesita de la fuerza de Dios en el auxilio de su gracia, que actúa en y a través de la libertad del hombre ya que la bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas, que requieren tanto de la ayuda divina como de nuestra libre determinación y así poder responder a la vocación eterna, siendo la vida moral el despliegue de la gracia bautismal en el seguimiento del Señor Jesús. El Plan de Dios y sus exigencias es el camino que lleva al ser humano a su realización en esta vida y a la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre en la vida eterna.[5]
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